Conocí a Jesse Fernández (…) cuando estaba bien vivo. Fue en la barahúnda para celebrar la Vuelta al mundo en 80 días, año primero, en Nueva York, en 1957. Allí me lo presentó Humberto Arenal, escritor cubano que, como Jesse, vivía en Manhattan, la otra isla. Fue un milagro que entre tanto ruido de matracas que sonaban a maracas pudiera oír su nombre. Pero lo oí y desde entonces Jesús Fernández se convirtió en Jesse a secas. Era el segundo Jesse que conocía. El otro, por supuesto, era Jesse James.
Jesse, vistiendo casi como un cow-boy, con su cuerpo magro de vaquero urbano, iba y venía disparando su Leica desde la cintura a la cara de todas las celebridades del Este para quienes había un cartel anunciador y una leyenda: Wanted. Se les busca, y Jesse buscaba y encontraba a Elizabeth Taylor, Mike Todd, su marido; a Víctor McLaglen, a Tony Curtis y su todavía carnal Janet Leigh; a sir Cedric Hardwicke, altivo sobre un camello; a David Niven riendo remoto, sonriendo sonoro.
Desde entonces, en esa quincena de periodista en Nueva York nos hicimos amigos inseparables, y Jesse fue el más perfecto cicerone de la ciudad: instruía mientras divertía, conocía a Manhattan como su mano. Hicimos juntos varios reportajes de abordaje y estuvimos, por cuestión de minutos, a punto de capturar para la maquina imágenes y la maquina de escribir el asesinato de Anastasia, que no era la heredera del zar de Rusia, sino el zar de la Mafia muerto.
Luego vino a La Habana enviado por Life. Coincidió con el secuestro de Fangio, y yo, que conocía los secuestradores, a Jamainitas, que jamás citas, donde sólo ocurió el cuento del pescador minúsculo y el enorme pez que Hemingway convirtió en una obra maestra del coraje en lucha incierta contra la adversidad. Al triunfo de la revolución convencí a Jesse para que volviera a Cuba, a La Habana donde había nacido (…).
Trabajamos juntos en Revolución y en Lunes, pero a fines de año, después de aventuras sigilosas en que acompañó a Fidel Castro a descubrir una conspiración alentada por Trujillo, que desembarcó en la oscuridad, pero resultó más cómica que tenebrosa, Jesse decidió regresar a Nueva York. Ya tenía experiencias de lo que era una emboscada cuando sus padres regresaron a Asturias huyendo al dictador Machado y al hambre para verse atrapados en la guerra civil y la hambruna. Ellos también volvieron a la isla.
Pero en ese tiempo conocí a varios Jesses: el ojo incansable que lo ve todo, la máquina que atrapa cada instante para inmovilizarlo, un hombre apocado y audaz, un individuo vulnerable que detrás de la cámara se convertía en un héroe que no conocía el miedo, un americano de atuendo que conocía dónde estaba lo cubano, un dandy popular que nos influyó a todos con su vestuario novedoso: camisas azules de obrero, pantalones de caqui, zapatos de cuero virado y un cigarrillo Player entre los labios. Había otro aspecto inquietante de Jesse: era capaz de llevar al viaje que hicimos por todo el territorio cubano tomando fotos para un número de Lunes titulado A Cuba Con Amor, de cargar con un inusitado volumen de las poesías completas de Rimbaud – que leía cada noche del viaje al fin de la isla. Jesse era un hombre culto oculto.
No nos volvimos a ver hasta el viaje que hice de Londres a Hollywood en 1970. A mi regreso me detuve en Nueva York para encontrarme a un Jesse absolutamente dejado de la mano de la suerte. Lo había perdido todo menos su cámara: una Leica, por supuesto. Con elle me hizo, como si todo ocurriera en 1957 todavía, un memorable retrato neoyorquino. Jesse, en el triunfo o en la derrota, era un retratista consumado. Para mí fue el más grande autor de retratos fotográficos que conozco.
No hay más que ver sus obras maestras: el retrato de Borges dominado por la presencia de su madre (…), Luis Buñuel sordo a la belleza de las flores que le rodean (…), Vicente Escudero, bailando a los ochenta como a los veinte: por bulerías (…). Hay más, muchas más fotos, que hacen del volumen y de la vida de Jesse Fernández una vasta galería de retratos que son desnudos.
Jesse se recobró de su impasse de Nueva York, vivió bien en Puerto Rico y en Madrid, y vivió mejor en Paris, donde se casó, simbólicamente, con France. Jesse había sido y era un pintor de vocación a quien la vida convirtió en fotógrafo de profesión y luego la misma vida lo hizo un amateur de la fotografía mientras la pintura ocupaba todo su interés de nuevo. Pintaba, cosa curiosa, innúmeras calaveras rodeadas de extrañas y perfectas caligrafías que eran flores de tinta.
Hace tres años, Jesse sufrió un doble accidente (…). Tuvo un derrame cerebral, pero al caerse en el baño se golpeó contra el lavabo y se partió la cabeza. La caída, cosa curiosa, le salvó la vida. Jesse, como otras veces, se recuperó, publicó un libro en Francia, Las momias de Palermo, y el libro de fotos y planeaba hacer un libro de retratos de pintores, desde Francis Bacon a David Hockney. Pero la muerte, en forma de infarto, se le adelantó en su cuarto oscuro. Esta vez no había regreso. Ahora se puede decir: “No más Jesse”. Pero, aún peor, se debe decir: “No más fotos de Jesse”.
Guillermo Cabrera Infante
El País, 23 de marzo 1986